Invitación editorial



En alguna parte, el poeta Darío Jaramillo dice que Dios hizo a los gatos para que los hombres y las mujeres aprendieran a estar solos. En alguna otra, una voz en el aire podría declarar que las mascotas existen para que el más mínimo hombre se sienta poderoso. En alguna más, William Blake establece justo en este instante que el tigre se hizo para admirar la simetría terrible. En aquella esquina, un loco de calle quizás, afirme que las mascotas son el sucedáneo de la belleza perdida. Y alguien pudiera decir que la mascota es el dolor. Y alguien pudiera decir que la mascota es la tristeza. Y alguien pudiera decir que la mascota es nuestra única excusa para salir a la calle, una tarde apacible, a verle la cara al parque, esa  pequeña escena del mundo enorme. Y posiblemente ahora, quién sabe, los hermanos Chang proclamen que tienen una tienda de mascotas porque las mascotas son espejo. Así es: en las noches, mientras duermes, la mascota, muy despierta, lanza sus ojos a la luna y sentada en sus cuartos traseros, llora, llora por ti. A veces, las mascotas también nos miran dormir, y se apiadan de nosotros. O anhelan nuestra muerte, por nuestro propio bien. A veces incluso, cuidan de nosotros. Con sus ojos nos cubren de gracia, y aguardan que alguna cosa ocurra en nuestro interior, algo definitivo.

Entra a la tienda Chang, entra a la tienda de mascotas, míralos de cerca. Te engañan. Los peces te engañan con su mutismo y su lentitud. Los perros, con sus ojos tristes. Los gatos son los menos falaces; a los gatos les cuesta mentir. Camina, busca, piérdete en el laberinto de la pecera, mete tus dedos entre los barrotes, deja que te laman, que te muerdan, que de devoren las mascotas. Suya es tu alma.


Fedosy Santaella y José Urriola (veterinarios)


Shortcut de mascotas

Cinzia Ricciuti



I
A Juliana nunca le regalaron un cerebro. A cambio recibió dos hijos, una boa constrictor y un marido; no precisamente en ese orden, pero no importa. Ella es tan boba que es linda. Juega con su culebra y con las personas sin ningún tipo de reparo y se siente feliz. Juliana va al supermercado y compra la comidita para los suyos, Corn Flakes, leche, brócoli, pollo, salmón. Luego siempre va a la tienda de mascotas y busca los hamsters para su culebrita. Ha intentado darles los hamsters a sus hijitos y a su marido, guisados; pero justo antes de llevarlos a la mesa se arrepiente. Todavía está cuerda Juliana. Pero sí le da a la boa el Corn Flakes con lechita, y ésta chupa y chupa y lame con la lengüita. Qué linda la culebrita, qué estúpidos los hijitos y el marido.


II
Lisandro tiene mucha barriga, una pistola, un bate y cría pittbulls; también le pega a su mujer. Desde mi apartamento se oyen los gritos y los ladridos. Viven en una planta baja con un patio pequeño. Me ha tocado ver a Lisandro en interiores en el patio, con la manguera, limpiando el pupú de los perros e insultándolos. También he visto que pasa días sin ponerles comida y cuando llueve, los perros se mojan y se mojan. A él además le gusta cuando talan los árboles de la calle, la única vez que lo vi sonreír satisfecho fue cuando los tipos de la alcaldía derribaron los jabillos. Le tengo miedo a Lisandro. Su esposa, los pittbulls y los jabillos también.


III
María Cecilia ha estudiado mucho, siempre fue una niña aplicada, y ahora, de grande, es socia de un importantísimo bufete de abogados y es buena persona. Tiene un pececito dentro de una pecera pequeña, en su oficina, cerca del teléfono. El pez es bello, negro con una aleta dorsal azul muy elegante. María Cecilia lo adora, lo cuida, el pez le ha durado mucho. Ella me dice que cuando llega en las mañanas, el pececito mueve la aleta con alegría, como si fuera un perrito y también me cuenta que cuando suena el teléfono, él nada nervioso y la mira como diciendo:

—¿No vas a contestar?

Lo que no me ha querido decir María Cecilia es que el pececito es su confesor, su hermano, su espejo.

¿Sabrá María Cecilia que los peces son sordos?

Yo creo que sí, ella lo sabe.


IV
Una vez, cuando yo tenía ocho años, mi mamá compró un pavo vivo, era octubre. Cuando lo vi por primera vez me pareció horrible, torpe y violento, a veces me perseguía por el jardín y yo tenía que pegar carreras para que no me picoteara, pero luego me fui encariñando con él y él conmigo. Hasta aprendió a devolverme la pelota y a jugar al escondite. 

Llegó el 25 de diciembre y nos dispusimos a comer nuestro almuerzo navideño. Para mi sorpresa vi una pata gigante flotando en la sopa. Mi mamá se apresuró a decirme que era una pata de gallina mientras yo le preguntaba dónde estaba mi pavo. No me contestó. No me comí la sopa.


V
Cleo sólo mata mariposas feas y grises, las bonitas las observa. Siempre aprendo cosas de Cleo.


VI
Llueve, escribo poesía, los loros están callados, me levanto, busco la Nutella, una buena cucharada. Voy al cuarto, mi hija duerme, respira serena, nuestra gata, impasible a su lado, le cuida el sueño. Las miro, nos miro, agradezco.

Escondan a Ningúo

El Calo Medina

(Con la melancolía clásica navideña)


—Escondan a Ningúo, que su tía viene subiendo.

Y salíamos mi hermano y yo, como guardianes de Cerbero, a tomar al pobre animal para guardarlo en el balcón del apartamento. Apenas si se dejaba, cual reo acostumbrado al encierro injustificado, gruñéndonos las desgracias de haber nacido perro.

Nadie hubiese pensado que la vida de ese cachorro tejón, Dachshund -o perro salchicha, en cristiano-, terminaría siendo tan degenerada, tan desquiciada. Su imagen, que yace ahora únicamente en fotografías, no devela el misterio que fue en vida. Ésta, fugaz relámpago de 9 años que atrajo tanto alegrías como desgracias, dulce compañía familiar, así como aterradores episodios de mordidas, llegó a ser mi propia vida.

Ningúo nació un 24 de octubre de 1984. En Chacao. El cuarto de siete cachorros. Comprado como regalo por mi séptimo cumpleaños. Con tan sólo 3 meses de vida, entró una noche visiblemente perdido, olisqueando el piso de granito e interrumpiendo con felicidad nuestra existencia. E interrumpiendo también “La Estrella de la Fortuna”.

El nombre ya lo habíamos pensado antes de su llegada. “Ningúo” no significa nada; simplemente es el sonido que emitía un famoso personaje de cómic japonés cuando combatía a los villanos, que a nuestros oídos sonaba de esa manera: “¡ningúo, ningúo!”. Tiempo después solíamos otorgarle al perro distintos nombres, variantes del de pila, como “Gúo”, “Ningu”; o hasta otros que nada tenían que ver con el original, en un claro ejercicio dadaísta, como “Amampeta”, “Chicarón”, entre otros.

Pasados los primeros años en completa normalidad, Ningúo comenzó a vivir como un enajenado mental. Con escasas salidas a la calle, mimado hasta el cansancio y azotado cuando se revelaba al poder establecido del hogar. Aunque fue vacunado contra la rabia, nada de efecto le hizo aquélla, pues se la pasaba arrecho las 24 horas del día. Fue cuando descubrió que sus colmillos servían para algo más que comer. Comenzó así a morder sin justificación alguna.


(La inservible vacuna)


Mordió el cuello de un gordo que era componente de una banda de rock de mi primo Rubén, ex Laberinto, y ni echándose café en la herida –mi abuela enfurecida por gastarlo en semejante circunstancia-, pudo detener la hemorragia. Atacó en la yugular a mi padre, en plan de juego dominguero. Le sacó un tajo de carne al pie de mi hermano. Mordió a Marcos, el amiguito gallego que venía a estudiar a la casa. Masticó varias veces las nalgas de mis primas, y de paso, mordió en la boca a su propio dueño: siete puntos en el Hospital de Clínicas Caracas.

Y es que Ningúo nunca tuvo novia. Su vida sexual comenzó el día en que una modelo de poca monta visitó mi casa para que mi madre, fotógrafa de profesión, le sacara un pintoresco portafolio. Al ver semejante hembrón posando en su propio terreno, fue en busca de aquello que más le apetecía: un culo.

Culo. Culos y más culos. El Ningúo no se lo pensaba dos veces para meter su largo hocico en los culos de los visitantes, familiares y hasta viejitas Testigos de Jehová. Yo, que tengo todavía su viva imagen grabada en mi mente, recuerdo cómo empezaba a temblar cuando olía un culo. Néctar dionisíaco. Cocaína de alta pureza para su fría nariz. Ningúo abría los ojos desmesuradamente cuando inhalaba el olor de los traseros. Y luego suspiraba, saboreando la esencia fétida de las cloacas personales. Y cerraba los ojos. Éxtasis…

Ningúo tuvo una corta carrera como modelo. Tomando Coca-Cola. Y en esas andanzas de superficialidad laboral en la que le dábamos a probar de todo, se topó un día con las pepitotas, con las que desarrolló una relación amor-odio indescriptible. Al lamer una pepitota, Ningúo entraba en otra clase de trance. Más tribal, por así decirlo. Pues el perrito comenzaba a balancear su cabeza, casi a manera de reverencia frente a un Dios polinesio. Y de ese balanceo llegaba a bajar la cabeza al ras del suelo, en una suerte de rito. 


 (En su faceta como modelo de la Coca-Cola)

Y ya con 4 años, puedo decir que era un Rock Star Dog, un antihéroe canino, todo un personaje. No sólo por haber consumado una relación homosexual con un perro marico de un amigo llamado Juan, un lindo cachorro Golden que llegó a desvirgar, sino por seguir el mal camino de los estupefacientes, al encontrar tirado en el suelo del balcón un juego de química llamado “Quimilab”, propiedad de mi hermano. Así, fue internado varias veces en una clínica veterinaria ubicada en Cotiza, la mayoría de las veces por sobredosis de Nitrato de Amonio.

Lo confesamos. Nosotros fuimos culpables de su deterioro mental. Y por ende, del nuestro. Mi hermano y yo nos convertimos poco a poco en las putas de Ningúo. The dog’s bitches. Y hacíamos shows porno, poniéndonos calcetines gastados en uno de los pies para dejar que Ningúo satisficiera sus necesidades con aquella extremidad. El resultado: una completa erección del pene canino, dejando al descubierto un chorizo ignominioso de color morado sanguinolento (muy parecido a la cara de Freddie Krueger). Y de limpiar el charco de semen se encargaba mi abuela. Que en paz descanse.

Sus últimos días. El cómo Ningúo se fue de esta tierra, es uno de los episodios que más me cuesta relatar. Porque aún recordando su vida con la gracia y la simpatía que merece una mascota, su muerte todavía me es del todo incomprensible. Pues sepan que Ningúo representó para mí un verdadero amigo, y sin ánimos de poner sentimental este relato, ese amigo se fue de mi vida sin darme cuenta. Dos eventos desencadenaron su muerte. Uno, el haberse intoxicado nuevamente con el bendito juego de química. Esta vez, Sulfato de Aluminio. Éste le redujo la boca del estómago, provocándole vómitos por dos semanas. Y en plena etapa de convalecencia, Ningúo fue más allá de sus perversiones, pues una tarde y encontrándose solo, tuvo el irrefrenable impulso de fornicar, con una botella de vidrio de Pepsicola. Imagino la habrá tumbado y posteriormente intentado penetrar; pues lo único que recuerdo es llegar a casa, encontrar a Ningúo en el suelo, con mucha sangre alrededor, y a su lado, la botella con el pico roto.

 (Una de las tantas factuaras por hospitalización)

Hospitalizado nuevamente, Ningúo no se recuperó nunca. Y fue sacrificado. Mi hermano, con lágrimas en los ojos, volvió de la clínica diciéndome que “se quedó dormido y no sintió nada de la inyección que le pusieron”.

Adios, amigo. A oler culos en el cielo.

P.O.: Dicen que Ningúo sigue estando de pie, pero como modelo disecado en la Facultad de Ciencias Veterinarias de la UCV en Maracay.

Poodles

Eloi Yagüe



Odio a los poodles pero nadie debe saberlo. En mi edificio he contado 18. Puede que haya más. Ladran mañana, día y noche. El ladrido es punzo–penetrante como un picahielo, taladra mis oídos, me altera los nervios. No puedo prepararme psicológicamente pues no tienen hora fija para ladrar. Ni tampoco motivos aparentes. Puede estar todo en calma y de pronto se manda uno a ladrar, quién sabe por qué. De inmediato se incorpora otro, y otro y otro. Enseguida hay un coro de ladridos como cuchillos cortantes rasgando la tela de mi tranquilidad.

A veces los veo, cuando sus dueños los pasean. Se ven entonces tan inofensivos, caminando por la acera al final de una correa. Son de pelo ensortijado, algunos blancos, otros grises, pocos negros. La cara es simpática, rematada en un gracioso hociquito. A los niños les encantan, se detienen a acariciarlos, le piden a sus mamás que le compren uno. No se imaginan siquiera lo que esconden estos pequeños y malvados animales. No revelan su carácter monstruoso a simple vista, hay que estar cerca de ellos para conocerlos. Volveré a mi apartamento con la certeza de que en cualquier momento comenzarán su enloquecedor concierto.

Yo sé que ladran sólo para herir mis tímpanos. Ellos saben que no los amo y se turnan para torturarme. Pero ya me he decidido: voy a liquidarlos. Acabaré con ellos de una forma definitiva. Pensé al principio en torturarlos pero los agudos chillidos me volverían loco. No, debo ser astuto y sobrio. Los mataré silenciosamente, sin darles tiempo a proferir siquiera un gemido. Sí, eso será lo mejor. Ahí vienen otra vez. Ya empezó uno a ladrar en el edificio de enfrente. A los pequeños malvados no les gusta estar solos y hay algunos dueños desgraciados que los dejan en el apartamento y se van a trabajar todo el día. Esos son los que más ladran. Me refiero a los perros, no a los dueños. Los animalitos exigen mucha atención, son tremendamente absorbentes y algunos de sus amos no se han dado cuenta, se dejan esclavizar por los pequeños monstruos. Por lo tanto he considerado aprovechar para matar algunos dueños también. Por ser tan imbéciles de tener una mascota y no atenderla adecuadamente. Y por escoger perros tan ruidosos como compañía. Ahora consumo mis noches en vela urdiendo la manera en que llevaré a cabo mis planes. Ya los ladridos no me dejan dormir, me han producido un incesante insomnio. Es como si los llevara por dentro. Todavía no se me ha ocurrido nada, pero ya se me ocurrirá. Ah, ahí empiezan de nuevo…

Pa’ atracar a la gente y pa’ echarle mantequilla al pan dulce

Daniel Certain




-¿Qué más deseas, pues? -le preguntó sorprendido el hacedor de prodigios.
-¡Quisiera tu dedo! -contestó el otro.

Feng-Meng-Lung, El dedo.


¡Epa! Deja eso, chico. Mira, mira, ¿qué traes ahí? Ah, pero mira chico. A ver, siéntate, siéntate.

¿Quieres esto?, tú no sabes que es esto. Te voy a contar qué es esto. Es un dedo, perro‘el coño. Un dedo mágico, ¿sabes? Qué coño vas a saber tú que es un dedo mágico, perro ’el coño. ¿Sabes cómo lo agarré? Bueno, se lo quité a un mago y lo metí en la bolsita.

Un día yo estaba sentado en el piso con la pico e’ loro. Me estaba dando en el pie porque tenía una roncha. Metía la puntita de la pico e’ loro que usábamos pa’ atracar a la gente y pa’ echarle mantequilla al pan dulce que el Portu botaba. Me daba y me daba y me daba y me daba.

Ezequiel pedía rial y bendecía a la gente haciéndose el ciego.

“Mira, a ese lo conozco yo”, me dijo de repente, y se paró rapidito a pedirle rial, porque ahora quiquera rico, el tipo que me señalaba con el dedo cochino de pobre. El tipo digo. El tipo quiquera rico, porque Eleazar siempre era pobre y pobresito se murió el pobre con su dedo de pobre, el pobresito.

Yo me acababa de dar y me seguía dando y se me estripó el absceso y me salió el pus. Y Eleazar me quitó la pico e’ loro y se fue corriendo pa’ donde estaba el tipo quiquera rico y se puso a hablar con él. Yo lo perseguí corriendito, tú sabes, con el pie todo cochino de pus y sangre y pude escuchar lo que decía. Quique “tú me conoces”, quique “dame rial, coñoemadre”, quique “¿qué te pasa?, nojoda”. Entonces el tipo se puso a hacer lo suyo. El tipo que antes quique escupía fuego, convirtió la estatua de león en oro y le dijo “mira, yo te puedo dar oro, hermano. Yo tengo un dedo mágico que lo convierte todo en oro”. Y puso cara ‘e loco y y yo me asusté y salí corriendo y le empecé a gritar. Y Eleazar también le empezó a gritar quique “dame, dame”. Y el brujo, porque pa’ mí que era brujo, le dijo “¿qué quieres que te dé?, hermano, te puedo dar lo que quieras, te puedo dar mucho oro”. Y de repente, de la nada, le metió un mordisco en el dedo. Eleazar, que era pobre, porque el otro qué le iba a estar mordiendo nada. Y se convirtió en oro, el pobre. El pobre Eleazar. Y cuando el otro se agarraba el dedo fue cuando yo se lo terminé de cortar con la pico e’ loro, así toda llena de pus y de sangre, y por eso no funcionó más. El dedo, digo. Porque la pico e’ loro, siempre me ha funcionado. Y con ella me seguí dando y dando y dando, hasta que se me puso piche y me lo cortaron. El pie, quiero decir. Pero el dedo me lo quedé yo, y lo guardé en esta bolsita. A ver si como la pico e’ loro, de repente sirve. Si algún día funciona, te lo doy pa’ que te lo comas un día, a ver si en vez de uno tengo dos amigos de oro.

Amor de perro

Kira Kariakin





—Siempre tuve la fantasía de hacer el amor con un perro, doctor.

Con esa declaración a bocajarro el médico decidió que la paciente nueva, además de estar buena iba a ser más interesante de lo común. Y la verdad es que la pinta de cursilinda le había engañado. Él le había escuchado toda clase de cosas a sus pacientes, pero luego de muchas horas de terapia. Si con ésta era así empezando, las tardes se le iban a hacer amenas. Sin tanto lloriqueo por paranoias insustanciales, cachos e indiferencias de maridos, por lo que muchas mujeres sin amigas iban al siquiatra.
Le hizo un gesto para que continuara.

—Los perros cuando cortejan a la hembra la huelen mucho, le ponen la pata en el lomo y cuando ella está más dispuesta se deja lamer hasta que finalmente levanta la cola y deja entrar al macho. Los buenos amantes no siempre cortejan, pero la lamen allí a una, los que no lo son tanto van directo a la entrada y les importa un pito si una disfruta o no. Por lo menos las perras siempre tienen los ojitos semicerrados mientras jadean pegadas a su perro. Y así es como me gusta tener la cara cuando me lo hacen, con los ojitos chinos de placer y sentir todo rico antes, durante y después de que me la hayan lamido a gusto. Pero, bueno, eso no pasaba de ser una fantasía hasta que encontré a Fido.

En este punto el doctor tuvo una erección involuntaria. Se pasó rápidamente la película zoofílica de la mujer ayuntando con un mastín. Y al tiempo que estaba excitado se sentía descolocado por la reacción tan visceral e inmediata a la sola idea. Su libreta de notas, menos mal, escondía el bulto, mientras su cara mantenía la expresión de ausencia emocional de todo buen siquiatra.

—Fido tenía los ojos color miel. Yo caí enseguida ante esa mirada acaramelada. Había entrado para comprarle comida a los peces en la tienda de mascotas de los Chang, y en cuanto le vi me sentí atraída hacia él. Y él me seguía con esos ojotes por toda la tienda. Ese fue el principio de una relación que me mantuvo satisfecha sexualmente y feliz por 12 años hasta que el pobre murió, hace 6 meses.

A la mujer se le quebró la voz y el doctor impaciente por la presión entre las piernas, no quería sino detalles, estaba harto del lagrimeo y la quejadera que llenaban sus consultas todo el día. Carraspeó y le pidió que elaborara más sobre el carácter de su relación con Fido, y para sus adentros pensó en el cliché de ese nombre para un perro.

—Bueno, doctor, con Fido supe que el amor no tenía fronteras, aprendí que es posible ser amada incondicionalmente y que las fantasías se pueden hacer realidad. O sea, no puedo describir la manera en que me sentía, totalmente arrebatada por su mirada de felicidad cada vez que yo llegaba a la casa. No bien salía del carro, estaba allí para recibirme alegre y ansioso como si no me hubiera visto en días. Increíble, de verdad.

En este punto, el siquiatra la interrumpió, le interesaba un bledo saber de qué manera se comportaba el perro como perro y le fastidiaba la cursilería de la mujer. La inquirió sobre el inicio de sus relaciones sexuales con Fido.

—Claro a eso iba. Y es que empecé a tener sexo con él inmediatamente. No sé por qué. El mismo día que salí con él de donde Mascotas Chang… Una vez dentro del carro, directo se metió debajo de la falda a lamerme, como si supiera. Increíble. Eso me impresionó y era lo único al principio. Y confieso que luego de esa primera vez, que fue como una revelación, cuando estaba sola con él le abría las piernas y él iba a eso derechito. Pero desde el principio me pareció todo bien. Natural. ¡No sabe! ¡Esos ojotes me quitaban la confusión! Sí, al principio era sólo eso, porque no podía metérmelo.

El médico asintió pensando que, claro, un cachorro, ni modo, mientras temía acabar bajo la libreta.

—De hecho me preocupaba cómo lograr que hiciéramos lo otro, el amor, sin obligarlo, porque luego que yo acababa, él perdía interés. Un día decidí hacérselo yo a él. Primero no se dejaba. Me decía que tenía problemas y que…
—¿Cómo que le decía? ¿Acaso le hablaba a usted?-—le preguntó. La mujer le miró confundida.
—¿Cómo es que el perro le hablaba? — volvió a preguntarle.
—¿El perro? ¿Cuál perro?
—¡Fido!
—¡Fido era mi marido!
—¿No era su perro?
— ¡Noooo! ¿Cómo se le ocurre? —con ese lamento la mujer se puso a llorar. Al psiquiatra se le bajó la erección de golpe y si minutos antes estaba en conflicto por sus propias reacciones a una hipotética zoofilia, ahora estaba peor.
La mujer lloraba con pequeños hipos. Y el médico en silencio y decepcionado esperaba, porque no hallaba otra cosa qué hacer. Le pasó una caja de toallitas Sutil.

Pasaron un par de minutos y entonces, ella le dijo bajito, mientras terminaba de secarse las lágrimas:

—Bueno, doctor. La verdad es que sí era algo así como mi perro. El oído profesional le puso en alerta, ya centrado y controlado por su usual disciplina. Ella continuó—: Creo que me sentí arrebatada hacia él, como le dije, cuando se presentó con ese nombre de Fido, pero es que ese no era su nombre de pila. Su nombre era Fidel, pero le decían Fido de cariño.

El doctor se compadeció del difunto, por el nombre que le pusieron y entendió mejor a su paciente.

—Y esa es mi tragedia, doctor, porque dónde encontraré a un hombre que me adore como un perro y me haga disfrutar como a una perra —dijo con un sesgo de vulgaridad sorpresivo. Él anotó algo en su libreta y le dijo:

— ¿Y no se le ha ocurrido…? —sopesó lo que iba a decir— ¿No se le ha ocurrido, seriamente, llevar a la realidad su fantasía?

—¿Mi fantasía?

—La de hacer el amor con un perro.

La mujer le miró a los ojos, mientras le preguntaba con tiento:

—¿Usted se llama Nerón, no?

El médico se supo seguro entonces. Se levantó de su butaca, se arrodilló ante ella y sin preámbulo le metió la lengua entre las piernas abiertas bajo la falda. La mujer puso los ojitos chinos mientras gemía de placer.

El cielo en llamas

Lenín Pérez Pérez



Lixue (nieve) se llamará la hembra, y Chew (fuerte como una montaña) el macho. Qué otro nombre pueden llevar una pareja de perros pekineses acróbatas que Dios dejó, luego de tocar el timbre una sola vez, en el apartamento de los “hermanos” Santiago y Ana.

Él, consultó el documento que llegó a sus vida directo desde la “Administración”, ubicada en Brooklyn, Nueva York, y que amablemente les tradujo la hija de Milagros, la conserje, quien ya había completado seis niveles en CVA de Las Mercedes. Vale acotar que Ella, Ana, se tomó la libertad de resaltar con marcador las que a su juicio estaban correctamente traducidas.

El cielo tiene un límite: en él sólo entrarán los 144.000 Testigos de Jehová
Se les prohíbe a los Testigos de Jehová formar parte del servicio militar.
Se les prohíbe a los Testigos de Jehová saludar a la bandera, o cantar el Himno Nacional.
Se les prohíbe a los Testigos de Jehová tener un tatuaje.
Se les prohíbe a los Testigos de Jehová participar en una obra de teatro.
S les prohíbe a los Testigos de Jehová desear “buena suerte” (o algo así)
Se les prohíbe a los Testigos de Jehová comprar galletas de Girls Scouts.

Pero acerca de tener una mascota no decía nada y ellos prefirieron entenderlo como una señal divina.

A partir de entonces los usaron como señuelos para colocar La Atalaya en manos de los desprevenidos transeúntes que, en calles, plazas y parques, reducían la velocidad de sus pasos hasta quedarse a contemplar el acto circense que Lixue y Chew le regalaban a la ciudad acalorada.

El modus operandi era el siguiente: un Santiago, en franela y sin portafolio, se dedicaba a jugar con la parejita acróbata. Lo hacía dándose un aire de sin importancia, civil. Ana, aprovechaba el éxtasis que arrobaba la atención de los espectadores y colocaba en manos de estos el más reciente ejemplar de la revista. Así, para cuando acababa número, los viandantes reiniciaban su marcha con el mensaje divino en sus manos. Y según la teoría de Santiago, menos de la mitad de tales mensajes terminaría sirviendo de alfombra a la calle, mientras el lote más grande sería consumido en el tren subterráneo, en medio del tedio que arropa a quienes viajan lentamente de una estación a otra; sin contar aquellos que llegarían hasta las consultas médicas, las colas para sacar la cédula y los autolavados.

Lixue y Chew aprendieron nuevos trucos. Ana, siendo que la “Adminstración” tampoco mencionaba nada en torno al uso de internet, encontró en YouTube el material necesario para engordar la rutina de sus talentosas mascotas. Santiago perfeccionaba las piruetas y llegó a incluir un aro de fuego, que aprendió a encender y a apagar con la destreza de quien vive en el infierno. Cada nuevo truco se traducía en más espectadores, y en la cabeza de él y ella, Santiago y Ana, en más lectores involuntarios de La Atalaya.

Por cierto: Ana llevaba una lista de las piruetas más solicitados por algunos transeúntes que se habían hecho habituales:

La sombra
El espejo (en el que los perros actuaban con una impresionante similitud)
El cielo en llamas
El baile marcial
El muertito y la resurrección

Todo bien hasta que un día, pasado poco menos de un año, Lixue y Chew se negaron a la más simple de las maromas; y en cambio, contemplaban por horas a su entusiasmado entrenador, con esa mirada vacía que es fácil reconocer en los espíritus cautivos. Ana le sugirió entonces a Santiago darles el sábado y domingo libres, de descanso.

Después del tercer fin de semana ausentes de la calle, a Santiago se le metió en la cabeza que aquello era cosa del demonio. Comenzó a advertir en los gestos de aquella pareja rasgos que lo emparentaban Luzbel, “el príncipe de las tinieblas que vive entre nosotros tras ser expulsado del cielo”, cuentan que dijo a toda voz en la planta baja del edificio. Estudió con detenimiento los colmillos apenas asomados en boca de Chew y hasta entonces le resultaron fieros. Repuso en el ladrido de Lixue y distinguió en su agudeza un eco triste que no se apagaba nunca del todo. Pero peor aún, encontró en su indagación que Pekín fue alguna vez la ciudad prohibida, y ya no tuvo duda alguna de que sólo la fuerza de Dios podía ayudarlo. Para Ana, en cambio, sólo se trataba de un raro virus. De uno mal curado.

La versión reconstruida con retazos de otras versiones, da cuenta de un viernes a la medianoche en que Santiago decidió acabar con la vida de los perros ahogándolos en una ponchera llena hasta el tope de agua bendita, a la que había agregado antes arroz y sal marina. Hay quien asegura que fue en ese preciso momento en que se apareció Ana en el cuarto de lavado. Dicen que intentó echar todo aquello al suelo, y recibió un certero golpe en la cabeza que la tumbó de largo a largo, a los pies de Santiago, justo frente a Lixue y Chew, que a continuación emprendieron una maroma inédita a los ojos de su enajenado entrenador: el muertico sin resurrección.

Milagros, de cuando en cuando, los lleva a dar una vuelta hasta la plaza cercana al edificio. Hay quien los reconoce y se detiene un rato a esperar un truco que les alegre la tarde. Pero ellos se limitan a olisquearse y a mear en la grama sintiéndose las más hermosas y afortunadas criaturas de Dios.

Tienda El Delfín. Mascotas y más cosas.

Carla Duarte Vidal


Para trabajar hay que tener cierta disposición mental. Tu alma, tu cuerpo y tus horas van a ser secuestradas por un amo. Desde entonces tendrás dueño. Vas a convertirte en un sirviente a sus órdenes para hacer todo lo que te mande. Rápido, sin perder ni un segundo. No tendrás más tiempo para pensar en nada de lo que de verdad te interese o sea importante para ti. Tu voluntad y espíritu serán secuestrados y puestos en cautiverio. Te colocarán “gríngolas” y te amarrarán la pata a un palo durante ocho horas al día, cinco días a la semana, once meses al año por el resto de tu vida.

Al menos así se sentía este personaje desde el primer segundo que comenzó a trabajar en la tienda de mascotas, clínica veterinaria y peluquería canina. 

En un país de salvajes donde unos a otros nos tratamos como bestias, lo más natural era trabajar en un negocio de animales.

Pero había que ganarse la vida. Al menos como encargado del establecimiento podría robarse ratos para escribir, que era lo único que lo soliviaba. Pero la inspiración no venía más, las fulanas musas no bajaban y él procrastinaba.

Así que decidió comenzar a ejecutar sus pequeñas venganzas. Empezó a imaginar cualquier cantidad de perversiones con las niñas engreídas que venían con sus chihuahuas y micro poodles en brazos. Las veía desnudas en cuatro patas, con bozales de cuero, collarcitos de plástico rosado con diamantes falsos que él halaba con una cadena de eslabones metálicos hasta meterlas en una jaula extra grand, después de darles infinitas nalgadas con una fusta.

Luego empezó a divertirse viéndole la cara de animal a los clientes adinerados, incapaces de tener ni un poco de piedad o compasión con un congénere menos afortunado, pero sí de gastar fortunas en sus “Fifís” a los que compraban galletitas y paté importado.

No es que los seres irracionales tengan la culpa de esto, no por favor, ellos son mucho más humanos que nosotros. Era una cuestión de sensibilidad personal.

Unos parroquianos le parecían asnos, algunos cerdos, otros patos, becerros, ratas, lobas, perras. Luego el encargado se vio a sí mismo convertido en una gallina clueca. Su vida no tenía sentido. Si era incapaz de crear, mejor que se pusiera a destruir. Al menos así haría algo. Cuando nadie lo vigilaba, comenzó por comerse vivos a los pececitos de colores que nadaban haciendo círculos en las peceras. Le gustaba sentirlos moverse en su boca, deglutirlos y saber que seguían aleteando hasta caer inertes en su estómago. Continuó haciendo lo mismo con los gusanos y ratones blancos que vendían para alimentar a los excéntricos que creían que se podía tener una falsa coral en casa y convertirla en la mejor amiga del hombre. Luego siguió con los pajaritos: agapornis, periquitos y canarios. A esos sí había que romperles la garganta para poder tragárselos crudos. Le gustaba el sonido de estaca partida que hacían cuando los doblaba, sin embargo, no era fanático de las plumas.

A pesar de que odiaba a casi todos los habituales, estaba completamente enamorado de la actriz que llevaba a su felina persa para que los “perruqueros”, como les decía desde que volvió de estudiar actuación en Cataluña, le sacaran los nudos a la peludísima angora negra, una semana sí y otra también. A lo cual él accedía con tal de volver a ver a su propietaria, aunque le diera alergia aguda el pelo de gato y tuviera que cepillarla con sus propias manos, ya que nadie quería hacerlo, porque la minina daba zarpazos furiosos.

Un día, leyendo el periódico, este personaje vio que su actriz adorada protagonizaba el montaje de una versión teatral de Rebelión en la Granja de Orwell. Decidió ir a verla la noche del estreno y llevarle como regalo el corazón de una vaca en una cava de anime con una nota que decía: “Sólo lato por ti”. 

Ante el rechazo de la horrorizada diva, quien mandó a sacarlo del camerino con dos agentes de seguridad que eran mandriles enormes, él decidió que ahora tenía que dar un paso adelante y atreverse a hacer algo que nunca había hecho. Así que regresó a la tienda y, navaja en mano, se metió al patio trasero cubierto de orina y excrementos. Allí, con dos pitbull terrier de mirada de fuego, a cuyo poseedor alguna vez deleitó verlos hacer "Bull-baiting" perruno y que ahora esperaban a ser castrados, porque en la casa en que vivían había nacido un bebé; “el delfín”, así dijo el hombre al dejar a los canes, la tarde de aquella noche, cuando este personaje, ya encerrado para siempre, los miró fijamente a los ojos y les gritó y rugió hasta desgarrarse y hasta que no le quedara nada por dentro ni por fuera.

Engendro

José Urriola


Vincenzo Melnitchouk Anselmi no parece ser en lo absoluto uno de los hombres más peligrosos del universo. Me recibe en el sótano de un galpón industrial abandonado, en las afueras de una ciudad que jamás nombraré, aunque me encarcelen o torturen; se lo he prometido a cambio de que me concediera esta entrevista.

Antes de abrir la pesada puerta metálica de submarino que da entrada a sus dominios me hace recitar por el intercomunicador la clave secreta (mitad en italiano, mitad en ruso) que habíamos acordado. Durante tres minutos infinitos suelto de corrido, sin vacilar pero tampoco sin tener la mínima idea de qué estoy diciendo, la contraseña. Se abre la puerta y sale a recibirme un perro –vamos a llamarlo perro, pero estamos seguros de que no lo es- me huele los pies y la entrepierna con su largo hocico, y luego me enseña los dientes en un gesto que juraría es una sonrisa o acaso una mueca de burla.

—Ven Engendro, deja al hombre en paz —dice Vincenzo desde la sala.

Su voz y su aspecto son los de un hombre apacible. Flaco, demacrado, viste con un suéter de lana que le queda un par de tallas más grande, tiene la sonrisa manchada por tanto tabaco y unos ojos tristes que demuestran su insomnio incurable. Nadie pensaría que ese es el cuerpo del hombre más buscado por Interpol, el sujeto catalogado por todos los organismos de seguridad e inteligencia de los mundos conocidos como el asesino en serie más grande de la historia. Su antiguo compañero y socio, Mikel Arteta, ha sido capturado en Tiblisi hace apenas una semana y hoy mismo su ejecución será televisada en cadena a más de 400 países de la Tierra y las Colonias de ultraespacio.

—Comencemos ya con la entrevista —me dice al tiempo que se lanza sobre un sillón y me señala otro, justo al frente, donde se supone me debo sentar yo. -No tenemos mucho tiempo y aún no estoy seguro de que sea buena idea para usted o para mí hacer esto.

Pido permiso para encender la grabadora. Accede. Me siento en el sillón y Engendro se tumba entre nosotros moviendo una cola que tiene mucho de trompa y de aleta.

—Quisiera comenzar por el principio. Hablemos de Supramascotas, de sus inicios.
—Supramascotas nace con la gran crisis del virus Petkiller, cuando a finales del 2021 se escapó de un laboratorio armenio una sepa de un arma bacteriológica con la que los guerrilleros armenios pensaban ajustar cuentas a turcos y rusos. El virus, al momento de la fuga, no había sido testeado en humanos y por lo tanto no se podía prever sus verdaderos efectos. Como ya todos sabemos, resultaba inocuo en seres humanos pero era fulminante en perros, gatos, todo tipo de ganado y aves. La intención del doctor Arteta -a quien este gobierno universal de asesinos y paranoicos está a punto de ejecutar- y la mía no era otra que ubicar el punto exacto en la cadena del ADN de los animales donde el virus encontraba el espacio para alojarse e infectarlos. Lo encontramos, por supuesto, así como también en paralelo conseguimos una gama de combinaciones de aminoácidos extraídas de otras criaturas que al ser insertadas en el ADN de las mascotas los hacía inmunes a la enfermedad.
—Pero las manipulaciones genéticas están prohibidas desde el año 2017 y es un crimen que se castiga con la pena de muerte por medio de inyección letal en el cráneo, con el fin de licuar el cerebro del ejecutado…
—Así que usted es de los que hubiera preferido un mundo sin mascotas y con aún mayor hambruna.
—No, lo que quiero decir es que usted y el Dr. Arteta se estaban jugando el pellejo y lo sabían.
—Me impresiona su altísima ingenuidad y, con el debido respeto, su abismal estupidez. Todos sabemos que no es por el cargo de manipulación genética que tenemos a la mitad de la policía, los mercenarios y las Fuerzas Unificadas del planeta y las colonias de ultraespacio detrás de los talones. No me parecía que fuera usted tan poco pensante, de haberlo sospechado no estaríamos sentados aquí.

(Engendro alza la cabeza y me muestra de nuevo los dientes. No sé si se trata de otra de sus muecas o más bien el gesto que hacen los lobos al enseñar los belfos justo antes de atacar).

—No, Dr. Melnitchouk, no me piense tan idiota, sabemos que le buscan por otras razones; por algo que le involucra con la muerte de millares de personas en este y en otros mundos. Gente que ha adquirido sus supramascotas y que luego muere en las más trágicas circunstancias.
—Bueno, sigamos entonces para poder llegar a donde nos interesa. El hecho es que Supramascotas se convirtió en la única alternativa al virus Petkiller, la única respuesta que se pudo dar. Descubrimos que interviniendo el código genético de una vaca y combinándolo con el ADN de peces o insectos podíamos obtener una nueva especie de rumiantes anfibios con una carne más suave, más blanca, más sana, con alto contenido en fósforo; lo único malo es que se necesitaban grandes embalses para que sus branquias pudieran respirar… bueno y lo del regusto en la leche a pescado o a polen. Pero esos son, no lo negará, males menores. Lo mismo pudimos lograr con perros y gatos, con tan solo sustituir un 4% de su carga genética por la de serpientes o paquidermos se podía crear nuevas especies de cánidos y felinos domésticos inmunes al virus. Y eso fue lo que hicimos. A mí me sigue pareciendo, por ejemplo, que la mezcla de Schnauzer con Rinoceronte Negro nos ha permitido conocer a una criatura mucho más hermosa que cualquiera de las que haya diseñado Dios.
—Pero los gatos siameses hibridados con cobra real o cocodrilo del Nilo resultaron unas mascotas incontrolables que, en muchos casos, atacaron a sus dueños.
—Sí, como muchos pastores alemanes que mordieron la mano de quienes los alimentaban día tras día, o como tantos elegantísimos caballos de paso que le rompieron el cráneo a sus amos con una buena coz. Esas cosas pasan, ¿o acaso los hombres mismos necesitamos de algún tipo de manipulación genética para ser los inmejorables lobos de otros hombres?
—Precisamente a eso quería llegar, a las Smartpets (o Intelimascotas) diseñadas con ADN humano… que creo que es lo que nos reúne hoy aquí.
—Lamento confesar y reconocer que, aunque son la más grande obra que alcanzamos el Dr. Mikel Arteta y yo, lo de las Intelimascotas se trató de un error. Fue un accidente sublime. Le explico, la demanda en el mercado nos exigía gestar un animal de una inteligencia superior a los que estábamos produciendo. La gente se quejaba masivamente de que las nuevas subespecies de gatos y perros no eran tan inteligentes como sus predecesores. Todo el mundo había tenido un bóxer, un labrador, un poodle o un chow chow mucho más inteligente que cualquier cruce que pudiéramos crear en nuestro laboratorio. Así que comenzamos a experimentar con Golden Retrievers cruzados con monos y con delfín, o con Terriers intervenidos con ADN de cerdos y suricatos. Nada resultaba como esperábamos, hasta que decidimos utilizar material genético proveniente de la placenta de fetos malayos. Digamos que era el toque que faltaba, el único ingrediente que realmente coronaba la receta que con paciencia de dioses veníamos cocinando.
—Y entonces salieron a la venta las Smartpets y con ellas en nuestras vidas comenzó la ola de suicidios…
—A eso justamente venía, no nos adelantemos. El Dr. Arteta y yo fuimos víctimas de un error de cálculo. Nunca imaginamos los efectos colaterales de las Intelimascotas. No me refiero a efectos secundarios en sí mismas –son criaturas perfectas- sino los que acabaron teniendo sobre sus amos. De la misma manera en que el Petkiller fue diseñado para matar gente y terminó matando a los animales; las Smartpets acabaron teniendo un efecto en sus dueños que no podía ser calculado. Resultaron ser criaturas fabulosas que funcionan como antenas receptoras de la energía mental. Hágase a la idea de que son una especie de baterías orgánicas que se cargan exclusivamente de ciertas ondas y vibraciones: las emanadas por la estupidez del ser humano. Recuerde que siempre se les ha otorgado a los perros y a los gatos (y a todo tipo de mascotas) propiedades en cuanto a cómo ayudan a equilibrar las energías negativas de sus amos y del entorno. Las Smartpets hacían exactamente lo mismo, pero como reguladores de la estupidez, se cargaban de las ondas del pensamiento chatarra, absorbían toda la idiotez y sólo dejaban libres los pensamientos felices. Sus amos comenzaron a ser más inteligentes, más críticos, más pensantes y con ello llega lo inevitable: la decepción ante este mundo imbécil que nos ha tocado padecer.
—¿Y qué pasó con las mascotas inteligentes?
—Pues fueron perseguidas y erradicadas. Están extintas hoy día. Fueron aniquiladas, junto a muchos de sus amos. No puedo negar que algunos de ellos se suicidaron: el suicidio se convierte en una opción perfectamente válida cuando se es muy lúcido; pero muchos otros fueron asesinados por las fuerzas del régimen quienes se encargaron de simular meticulosamente sus suicidios. La gente inteligente, sobra decirlo, es un estorbo y un foco de problemas. Lo ha sido siempre para el poder, especialmente ahora. Había que arrasar con la inteligencia, con sus portadores y con sus fuentes. Muertas las Intelimascotas y sus dueños pensantes sólo quedábamos Arteta y yo para erradicar “el mal”. Bueno, y en pocos minutos sólo quedaré yo.
—Sí, ya en pocos minutos será la ejecución de Arteta. Se nos acaba el tiempo y yo tengo que cubrir esa noticia también o perderé mi trabajo. No sé si quiera agregar algo más, o pedir alguna última cosa.
—Soy perfectamente consciente de que más temprano que tarde darán conmigo y me ejecutarán con la misma inyección licuadora de cerebros con la que veremos hoy morir a Mikel. Lo he perdido todo, no me queda nada en la vida, ni siquiera ganas de seguir empecinándome en vivirla. Estoy cansado, ya le di a este mundo infesto todo lo que tenía. Lo único que le pido es que se lleve a Engendro con usted. Es lo único que me queda; pero prefiero no que no esté más conmigo para así no tener ninguna razón para aferrarme. Si no quiere quedárselo, por favor, le ruego que le busque un hogar donde lo cuiden. Es un ser especial, no pide mucho y aquí conmigo se está muriendo minuto a minuto. Seguro que con usted estará mejor.

Salgo por la puerta de submarino con mi grabadora y la cadena de Engendro en la mano izquierda. Con la mano libre estrecho la de Vincenzo Melnitchouk. No se me ocurre ninguna palabra para agradecerle estos instantes que definitivamente cambiarán el curso de mi vida. Me callo, mejor me callo. Nos despedimos en silencio. Faltan dos minutos para la ejecución televisada más importante del siglo.

Mientras cruzo por el puente, rumbo a la Plaza Mayor donde se han instalado las telepantallas para la transmisión de la pena de muerte, me entran unas ganas macizas de lanzarme a las aguas tóxicas del río. Un relámpago, un fogonazo de lucidez y decepción, me embarga como nunca antes en la vida. Giro la cabeza y allí está Engendro que me sonríe desde el otro extremo de la cadena.

Ahora sí que estoy seguro, el tipo me sonríe.

Volando con mi dragón

Julieta Buitrago



Era de esperarse que el puto Murphy moviera sus hilos maléficos para darme el premio a mí, el único anormal de la escuela de biología al que no le interesaba en lo más mínimo el sorteo del viaje a Indonesia.

A mi no me gusta socializar, ni montarme en avión, ni las playas, ni la arena; soy un nerd solitario y ladillado al que todo le molesta y le incomoda. Prefiero quedarme en el confort del laboratorio haciendo mis experimentos clandestinos para crear plantitas nuevas, plantitas lindas, espirituosas, poderosas; plantitas genéticamente superiores, cruces psicodélicos de semillas Sativas con Índicas.

En fin, la Universidad de Oviedo sorteó un taller sobre biodiversidad y conservación que incluía, nada más y nada menos, que un viaje a Indonesia Central, específicamente a la Isla de Komodo.

Y ahí me encontraba yo, pasando el calor hereje, sudando la gota gorda en medio de la perorata memorizada del guía de la expedición y con los pies llenos de ampollas por la interminable caminata a ver, si por casualidad, de lejos, le tomábamos una foto al casi extinto dragón. El dragón de Komodo.

No quise seguir en esa agonía y me quedé atrás para esconderme del sol que se empeñaba en achicharrarme. Saqué un contrabando muy especial que traje escondido en mi cámara fotográfica y, al cabo de tres profundas bocanadas empecé a relajarme… ¡Vaya si era un genio! Esa era mi mejor creación… La sensación de bienestar era inigualable. Seguí fumando un buen rato.

A unos metros de mi, ví algo blanco sobresalir de un montículo de tierra, me acerqué y descubrí que eran huevos, huevos de Dragón de Komodo. Desde niño quise tener un dragón como mascota.

Escondí uno de los huevos en mi bolsillo y sonreí feliz al imaginar mil detalles que, de seguro se harían realidad tras incubar mi hallazgo. Empecé de inmediato a tripearme la vida con mi nueva mascota. Es verdad que mi dragón no escupiría fuego, pero sí expelería una lluvia letal de bacterias ¡Qué arma tan poderosa! ¡Lluvia fétida, putrefacta!

Los ratones para su comidita me los robaría de la escuela de farmacia. Cuando mi mascota se hiciera grande ya vería qué animales le conseguiría… Seguro terminaría disputándome los perros callejeros del barrio con los chinos del restaurante de la esquina.

Llevaría a mi dragoncito al laboratorio de la universidad en las mañanas y lo dejaría en un matraz gigante de fondo plano para que no se metiera en problemas… Le pondría agüita fresca todos los días en un plato petri, que después se convertiría en una suerte de caleidoscopio de bacterias, cocos y bacilos, con el que nos deleitaríamos por horas descubriendo nuevas cepas bajo el microscopio y también bajo la influencia cannábica.

Le di un besito al huevo en señal del amor que le tendría por el resto de mi vida. A estas alturas la psicodelia se había apoderado de él (¿o de mí?), y lo transformó en una suerte de huevo de pascua desfilando en una parada gay.

Tuve la impresión de que alguien me observaba a través de una cámara lenta y al buscar a mi vigilante oculto, nuestros ojos se encontraron. Como en las películas, a primera vista, me enamoré. Esa mirada insinuante resultó digna de una beldad. Inmensa y hermosa como una diosa de ébano, dio unos pasos hacia mí. Se contoneaba altiva, con altivez propia de quien se sabe bella.

La muy bruja me seducía más y más con su sonrisa de Mona Lisa. Confieso que quedé hechizado con su lengüita viperina. La movía rápido, como queriendo atrapar los cannabinoides del humo que yo exhalaba.

Le pregunté si quería fumar un poquito. Ella me guiñó un ojo y se mojaba los labios con su lengüita roja, como quien no quiere la cosa. Yo sabía que ella estaba tentada a tener una experiencia religiosa al estilo rastafari, y no se atrevía a admitirlo. Los hilos de baba que manaban de su linda boquita evidenciaban el deseo que tenía de vacilarse una nota sabrosa conmigo.

Le di otra bocanada a mi tabaco y me acerqué con la intención de pasar el humo de mi boca a la suya, para que se le quitara la pena de una buena vez…

Mi princesauria se transformó, de diva mística pasó a monstruo madre. Me atizó un mordisco muy real y poderoso con sus afilados dientes y me inyectó caldo virulento en mi sangre. Mi muerte fue lenta y muy dolorosa… Hasta que finalmente logré alzar el vuelo en el lomo de mi dragón.

Del Diario de Plaza Venezuela (2)

Ricardo Ramírez Requena


A Virginia Riquelme

Son, por lo menos, 4 gatos. Tres hembras y un macho. Las hembras son de tonalidades distintas, matices de marrón claro. El macho es oscuro y delgado y no se muestra mucho. Se esconden en la entrada del edificio y hay veces en que lo protegen. Se apostan en la alfombra de la segunda reja, se relajan y precisan la mirada entrecerrando los ojos. Apenas se mueven si te acercas. Algo no dejan entrar, o salir.

Los gatos de la cuadran sobreviven porque seducen. No ruegan, como los perros, por un poco de comida. Pueden más que todos los ladridos. Son lujuriosos, orgásmicos; cada noche entonan un canto de placer que hace avergonzar a los vecinos. No se muestran, eso sí: ellos, al final, nos enseñaron que la oscuridad sirve para algo más que para dormir. Para el insomnio por sus alaridos excitados; para amanecer con sombras oscuras debajo de los ojos al otro día.

La gata más pequeña, la negra con blanco, quizás la más extraña y quien menos se muestra, me esperó un día a la puerta de mi casa. Pienso que es la menor de ellos, la más joven. Al salir del ascensor, ahí estaba, cerca de las escaleras. Me miró hondo, profundo. Ronroneó con pausas, lento, sin dejar de mirarme. Le llevé atún y agua. No tomó bocado. Siguió mirándome. Se movía entre los tubos de la escalera, casi suspirando, hipnotizándome. Nunca supe qué quería, qué mágicas claves me anunciaba.

Cuando volteé para entrar a la casa, vi salir a la otra gata, la más clara y gorda de ellas, con dos bistecs de solomo en las fauces, y huir sagazmente, escaleras abajo. La gata morena, dejó de mirarme. Pero al estar a punto de marcharse, antes de ver el desconcierto y la furia combinarse en mi entrecejo, puedo jurar que me sonrió y casi me hace un guiño con el ojo. Podría jurarlo. Podría esperar todo de los gatos. Hasta el engaño más humano. Creo poder decir que le encomendaron una misión que todo gato debe asumir para entrar en la madurez. Si hubiera fracasado, seguro sería despreciada.

Quizás, pienso de nuevo, no descendemos de los simios completamente, sino de los gatos. Alguien nos enseñó lo contrario y, con ello, hemos perdido casi todo. Son sagrados. Eso me recuerda la dueña de la tienda de animales de la esquina, en donde los gatos van a comer cuando algún buen vecino de mi cuadra no los alimenta. Me dice que prende velas a los gatos antiguos de Egipto, y que ellos cuidan los caminos. La miró sereno siempre que escucho esto.

Con esto presente, bajé en el ascensor en la noche, me mantuve calmado en la entrada y, al acercarse la gata morena y acariciarme los tobillos con su cola, la tomé en mis manos. Me aceptó. Fui bienvenido al culto de los gatos. Fui bendecido por su sacralidad. La acaricié, mirándola a los ojos. Entonces, en el silencio de la noche, con apenas unos grillos y chicharras entonando sus cantos, la agarré por la cola rápidamente, le di tres vueltas mientras chillaba, y la lancé, como David con su honda, hacia los cables de la luz, en donde arrojó las luces más hermosas que se han visto en la cuadra. Subí a casa, abrí una cerveza y me asomé al balcón. Ninguna gata maullaba. Sé que preparan su venganza. Yo espero. Mientras, veo el espectáculo. Es casi sagrado. Es que ni en Navidad hubo tantos destellos en el aire.

Pajarolandia

Enrique Enriquez 


1.
perro + perro = 
.pepe
...........rrorro
.....................popo
...............................rrerre

gato + gato =
gaga
..........toto
....................gogo
..............................tata

perro + gato = garrote

2.
past or ale man =
pasado o bebida fermentada por la adición de malta hombre

3.
canario
aria
canora
crían
croan
ícaro
nácar
ronca

Mascotas cine B

Fedosy Santaella




Interior, apartamento, cierto día
Yo tengo un zombi de mascota. Me gusta mucho mi zombi. Un día tocó la puerta de mi casa, yo abrí y él entró. Los zombis son como los gatos, se instalan en tu casa sin pedirte permiso, y siempre tienen hambre y son, salvo excepciones, muy silenciosos. Este zombi fue directo a la cocina a buscar comida; pero no creas que llegó a hurgar las ollas, no. El zombi entró en la cocina buscando al perrito de la casa. Todo el mundo sabe que en la cocina es donde suelen estar los perritos de la casa, y eso también lo deben saber los zombis. Lo agarró, le arrancó la cabeza y se lo comió de un bocado. O de dos, porque un bocado fue para el cuerpo y otro para la cabeza. Aquello lo entendí como un mensaje, como si él hubiera me hubiera dicho que en el apartamento no había espacio para dos mascotas, y que además, le encantaba comer perritos. Desde entonces, me dedico a secuestrar falderos por toda la ciudad. Aunque mi mascota sólo come mascotas, uno nunca sabe cuándo le pueda dar por lanzarte un mordisco. Recordemos lo que le pasó a Roy (¿o fue a Siegfried?) con el tigrazo de Montecoro. Así que yo, cual horrenda Dorkó, salgo casi todos los días a cazar perritos. Lo hago a las horas en las que por lo general los dueños pasean a sus mascotas, es decir, al atardecer y temprano en las noches. Para llevar a cabo mis deberes, me pongo una máscara, una máscara del Demonio de Jalisco. Por lo general tengo de catorce a dieciséis falderos, distribuidos entre el cuarto de servicio, el estudio y el cuarto del niño que no hemos podido tener. Les pongo su bozal y ahí los dejo dentro de las jaulas. Aunque mi zombi se conforma con tres por día, me gusta estar bien apertrechado. Pero, eso sí, siempre mantengo bajo llave los cuartos, porque nuestra mascota no puede contenerse. Ya sabes,es un pobre animalito sin conciencia, un tragón que no sabe lo que hace. Por cierto, mi zombi se llama Báthory. Se lo puse en honor a la condesa. Hubiera podido llamarlo Erzébeth, pero mi zombi es macho (tiene una verga enorme), y ponerle Erzébeth hubiera sido un poco raro. A mí me ha dado por llamarme Dorkó, que aunque es nombre de criada y bruja horrenda, también podría ser un nombre masculino. Digo yo.


Exterior, jardín, otro día
No sé si el hambre tenga que ver. Báthory nunca ha estado mal alimentado. Pero para que veas que eso de tener un zombi de mascota es cosa seria, te voy a enseñar esta foto de mi esposa que demuestra claramente que terminó pasando lo que más temíamos. Lamentablemente fue ella la víctima, y no yo. ¿Ves? A mi esposa le falta un brazo. Ocurrió hace unos diez meses, una tarde en el jardín del edificio, mientras jugaban pelotita. Ella le lanzaba la pelota, él corría a buscarla, y luego, con la pelota en la boca, regresaba donde mi esposa y le ponía la pelota en sus manos. Como a la décima vuelta, justo cuando mi esposa acababa de recibir la pelota, Báthory le agarró el brazo, se lo arrancó de un tirón y se lo comió. Casi se muere mi esposa. Al final, le quedó un tuquito, como puedes ver. Tomamos la foto para que quedara constancia de que tener zombis de mascotas es fascinante, pero al mismo tiempo muy peligroso. No es cualquier tontería, te digo. Ser el dueño de un zombi es asunto de gente dura, temeraria. Por fortuna, tampoco las cosas salieron tan mal. Báthory se hubiera podido devorar entera a mi esposa. O ella pudo haber muerto desangrada. Pero sólo se trató de su brazo izquierdo. Si hubiera sido zurda, una tragedia, pero no, ella no es zurda. En las noches, usa a la perfección su mano derecha para hacer el trabajo que a mí me gusta, y yo le agarro el tuquito y se lo sacudo, tal como ella me sacude a mí. Eso la excita, ¿sabes? Y a mí también; tanto, que ya no tenemos sexo y sólo hacemos eso. El zombi, afuera, como que huele las feromonas, porque comienza a pegar alaridos. Son de placer, son gritos de placer. Una noche, impelido por la curiosidad, salí a ver qué le ocurría. Lo encontré tirado en su esquina, masturbándose salvajemente. Ahí fue cuando supe que mi mascota tenía una paloma enorme. Por respeto a su intimidad, me regresé a mi cuarto en silencio, y mi esposa y yo seguimos en lo nuestro. Yo creo que lo que le sucede a nuestro zombi es algo así como el equivalente de los perritos que se pegan a las piernas de las personas. Sólo que Báthory, en vez de pegarse a las personas, se toca su palo enorme.

Bueno, ése es el inconveniente con los zombis, que uno nunca sabe. Y ya ves lo que le pasó a mi señora. Después de aquel evento, cuando por fin ella recobró la conciencia, yo estaba decidido a salir de tan funesta mascota y se lo dije a mi esposa. Pero ella no quiso. Se ha encariñado mucho con el zombi. Yo también me he encariñado con él, y él con nosotros.  Y es cierto, es funesto sí, pero lo queremos. Hace poco llegué a casa, y él estaba en la sala, viendo Discovery Kids. Le encanta ver Discovery Kids. Al verme, Báthory se llevó las manos al pecho, y dándose golpecitos con la yema de los dedos dijo muy alegre «Papá, papá, papá…» Ha sido la única vez en su vida (por lo menos en su vida con nosotros) que nuestra mascota habló. No pude con tanta ternura y me puse a llorar. Casi corrí a abrazarlo, pero no lo hice. Báthory huele muy mal.

Ah, pero aquellas palabras hermosas han sido premonitorias. Al poco tiempo mi esposa me comunicó que estaba embarazada. Ya llevamos tres meses, y la barriga sigue creciendo. Esta vez no perderemos al bebé.


Interior, cuarto, cinco meses más tarde
Hace ya un par de semanas que no duermo en mi cuarto. Báthory se instaló allí y se niega a salir. Cuando intento entrar, se pone furioso. Me amenaza con sus bramidos, con sus sacudidas. Se mantiene al lado de mi esposa, que está en la cama, aterrada. Creo que el embarazo de ella lo tiene afectado. La sobreprotege, siempre quiere estar cerca de ella. Se han despertado en Báthory unos anormales pero al mismo tiempo  tiernos sentimientos, los cuales, como ya se ve, se manifiestan en agresividad. Yo le hablo con mucho cariño y le ofrezco más falderos que de costumbre. El otro día hasta le llevé un gran danés. Lo hice pasar al cuarto, y él le saltó encima y se lo devoró en cuatro bocados. Pero no se calmó, para nada. Ahí mismo salió corriendo a la cama de mi esposa y volvió a hacerme gestos amenazadores. Mi esposa, en la cama, guarda silencio, a la expectativa. Yo digo que ya se le pasará la furia a Báthory, y volveremos a ser la pequeña familia de siempre. Papás, mascota y además, nuevo hijo.


Interior, retén de bebés, meses después
Hoy nació. Hoy nació mi… hijo. Me contaron que mientras mi mujer paría, Báthory aullaba en la casa. Y bueno, mi… hijo… ya saben cómo es, o qué cosa es. Este final resulta más que obvio, pero es el final verdadero de esta historia, qué se la hace. ¿Recuerdas a Báthory aquella tarde en que llegue a la casa y me dijo «Papá, papá, papá…» tocándose el pecho con la yema de los dedos? Bueno, presta atención: he dicho «tocándose el pecho», no señalándome, sino «tocándose el pecho». Pero claro, hay ciertos mensajes, ciertos signos, que uno no descifra al momento.


Interior, esquina de apartamento, después de los meses después
Mi… hijo… me acaba de morder un dedo. Me sale un poco de sangre, pero no es nada grave. Este pequeño monstruo nació con dientes muy filosos, y está muy vivo, a pesar de lo podrido de sus carnes. Por supuesto, huele muy mal, y yo tengo un chango de ropa en mi nariz.

Báthory no sale del que antes fuera mi cuarto. Allí está con mi mujer. Ambos aúllan, y la cama rechina y el copete da golpes contra la pared.

Yo estoy en esta esquina del lavandero, con mi… hijo…

También le doy de comer perros falderos. Los sostengo con ambas manos mientras él le lanza dentelladas y se los va comiendo con sabrosa desesperación.

Me encanta ser mascota y nana a la vez.

Conquistador

Roberto Echeto ®



Gerardo cubría la ruta Catia-El Silencio todos los días. Su autobús no tenía nada de extraño, salvo que, en el puesto del copiloto, se encontraba Conquistador, un bull terrier blanco que tenía una mancha negra alrededor del ojo izquierdo.

Conquistador sacaba la cabeza por la ventana, les ladraba a los motorizados, a los fiscales de tránsito, a los conductores que le gritaban abominaciones a su amo…

Un día el perro le gruñó a un pasajero color ceniza cuyo rostro iba escondido debajo de una gorra azul. Desde que Gerardo lo vio, supo que habría problemas. Por eso hizo aparecer de lo más recóndito de su butaca un fajo de billetes atados con una liga al tiempo que intentaba calmar a Conquistador.

En una ciudad como Caracas es inevitable que un tipo se monte en un autobús, robe a los pasajeros, y luego desaparezca sin que nadie haga ni diga nada útil. Esos robos se han vuelto tan rutinarios que parecen coreografías de un ballet enfermo en el que los participantes han repetido tantas veces sus actuaciones que se creen con el don de prever con exactitud lo que ocurrirá cuando les toque entrar en escena.

Así como Gerardo llevaba entre sus piernas el dinero listo para entregárselo al ladrón, otros pasajeros se zafaron los relojes, sacaron los carnets de identidad de sus carteras, se despidieron de sus anillos o de la fracción de dinero que no escondieron en su ropa interior. Hasta el hombre ceniza hizo lo que debía hacer: caminó hasta el fondo de la unidad, sacó una pistola que parecía recién salida de la fábrica de pistolas, y lanzó al aire una traca de amenazas aderezadas con toda clase de injurias.

Conquistador no pertenecía a ese libreto. Por eso saltó de su silla y se fue a ladrarle de cerca al hombre que escondía su rostro de ceniza.

Gerardo detuvo el autobús, corrió tras el perro y le gritó que dejara de molestar, pero Conquistador siguió terco, ladrando y ladrando hasta que el hombre ceniza lo apuntó con el arma. Lejos de arredrarse, el animal se le fue encima y le mordió la mano con todo y pistola.

Esa situación produjo gritos y desorden.

Los que pudieron, se bajaron del vehículo; los que no, gritaron, se encogieron y se usaron unos a otros como escudos, mientras el animal y el delincuente forcejeaban entre alaridos.

Cuatro disparos atravesaron a Conquistador y alcanzaron a Gerardo en el pecho, a una señora en la cabeza y a un gordo en el cuello.

El hombre ceniza quiso incorporarse, pero no pudo. Al dolor de la mano se le sumó una punzada muy profunda en la pierna izquierda. Cuando miró hacia su pantalón caqui, se dio cuenta de que había recibido uno de sus propios proyectiles. Estuvo a punto de resignarse, pero como era el único que se movía en aquel autobús lleno de gente paralizada, caminó hacia la salida. Sin embargo, el golpe que le propinó un pasajero con su bastón hizo que el cráneo le crujiera y que toda la luz de sus ojos se apagara en un instante.

Gerardo aprovechó para acercarse al cuerpo de Conquistador. Así lo encontraron los policías, los paramédicos y los forenses.

A los reporteros y al telón de curiosos que no falta en ninguna desgracia, les hizo gracia que el perro le haya mordido la mano armada al hombre que intentó robar a los ocupantes de ese autobús y que se haya quedado con la pistola en el hocico.

Gerardo tuvo un bonito funeral. La gente en las calles por las que condujo durante años, pudo ver a los amigos, a los familiares, a los compañeros del chofer, que fueron a despedirlo a bordo de varios autobuses llenos de flores y de mensajes de cariño escritos en cada una de las ventanas con cera para zapatos.

A Conquistador le dedicaron una pancarta con un retrato enmarcado en un enorme corazón azul.

Y esa terminó siendo la imagen que adoptaron los colegas de Gerardo para identificar sus autobuses.

Porque el recuerdo y la protección de un amigo siempre serán necesarios.

Y más si ese amigo es Conquistador.

La tienda de mascotas del inconforme Dr. Aleijao

Humberto Valdivieso



There's a starman waiting in the sky
He'd like to come and meet us
But he thinks he'd blow our minds
There's a starman waiting in the sky
He's told us not to blow it
Cause he knows it's all worthwhile
He told me:
Let the children lose it
Let the children use it
Let all the children boogie

David Bowie


Cerca de las oscuras aguas del río Meta, algunos pasos selva adentro, un 19 de marzo cuando la luna iba a estar más cerca que nunca del planeta, me encontré una vez más en aquella finca codiciada por hippies, geeks, guerrilleros colombianos y aventureros europeos que habían pasado los sesenta años. Quienes tuvieron la suerte de frecuentarla la bautizaron: la tienda de mascotas del Dr. Paulo Roberto Antunes Da Silva. Un brasilero inconforme que todos llamaban Dr. Aleijao.

De su secreto esplendor no quedaba casi nada. El lugar olía a tierra húmeda y estaba en ruinas. El domo circular apenas podía verse a lo lejos. En el pasillo que daba acceso a aquella curiosa estructura había aún indicios de las vitrinas de luz ultravioleta. Ahogados entre la maleza los cuartos cónicos atesoraban, a pesar de la humedad, sus insólitos muebles de metal. En la sala central quedaban los espejos, las cadenas colgadas de la pared y algunos bancos del bar. En la oficina del doctor estaban el escritorio y siete jaulas solitarias, abiertas y oxidadas. En la superficie del edificio había orificios de balas por todas partes. Tuve miedo otra vez, ¿por qué tantos hombres y mujeres murieron al final? ¿Cómo fuimos arrastrados por el deseo de poseer, aunque sea una hora cada año, los placeres que ofrecían aquellos prodigios? ¿Cómo no quedó ni rastro de ellos?

No aguardé hasta el amanecer. De vuelta en el bote, entregado a los acordes andróginos de Ziggy Stardust que inundaban mis venas a través de los audífonos del Ipod, me dispuse a leer la pequeña libreta que encontré atorada detrás de una de las gavetas del escritorio. Dos efectos fueron inevitables: rememorar y subrayar. Primero recordé el llamado, si fue tal: “that weren't no D.J. that was hazy cosmic jive”. Apenas tenía trece años cuando ocurrió. También pensé en mi cama y los dos afiches que tanto me gustaban: aquel de Barbarella con Jane Fonda sosteniendo su arma espacial y la pregunta “Who can save the Universe?”; y el de Forbidden Planet donde Anne Francis yace desmayada en los brazos del robot junto a la palabra “Amazing”. Absorto, y ya con lágrimas en los ojos, volví mis cavilaciones hacia la tienda del doctor. Pude sentir de nuevo aquellos ojos rojos cuyo brillo intimidaba aún en la oscuridad, la exaltación insólita de las lenguas bífidas sobre mi piel y esa larga cabellera blanca que me atrajo hasta las orillas del Meta por primera vez. Al rato, la memoria se me hizo insoportable. Entonces, con torpeza, me dediqué a garabatear líneas gruesas debajo de los siguientes textos escritos a mano, en la libreta, por el mismo Aleijao:


Marzo 11 de 1975: último día en el Departamento de Genética, ESALQ/USP:

“Siento los días de septiembre colarse entre las pequeñas grietas de la pared. Son pequeños recuerdos caídos de bruces sobre mis párpados aún cerrados por intuición. Mantengo protegidos los ojos pues están enfermos de tanto recorrer puentes y subterráneos. Cubro mi cuerpo con una manta para no hacer brillar los tatuajes de mi pecho y me siento aquí, justo donde puedo ver todas las azoteas y cada uno de los cielos. 

Septiembre ha sido el principio de toda confusión. Por eso hago silencio y aparto la mirada. Imagino huracanes echando de su madriguera a perversas hormigas; de esas que llevan a cuesta migajas, minutos y segundos. Todos extraídos de mi razón”.


Abril 13 de 2007: fragmentos de las impresiones de lo observado tras el espejo del bar: 

1. Una mano inquieta, dientes que aprietan y batallan, minutos de respiros y palabras como si se trataran de flores violentas, tiempos de revolución.
2. Una garra perdida traspasa la franja que te abre y divide en dos mañanas.
3. Hojas púrpuras erizadas en el vuelo de la piel sobre la piel.
4. El olor humano las inquieta. Provoca gritos torpes. Se lubrican hombro contra hombro enfrentando lenguas y treguas sin pensamiento.
5. Una tarde en el Meta es aguacero incierto. Hay la luna sin pechos, ¿quién mira alrededor?
6. Entre la sangre todo cambia, pues alguien aproxima su frente al vidrio e interrumpe. Las miradas excusándose inician una sanación ó una inundación, pues entre las paredes hay llamas, olores, gritos, fluidos; tan grandes y sedientos que esta madrugada las monedas caerán sobre la ranura anunciando la perdición.
 

Kaiju

Santiago Zerpa



Desde pequeño siempre me gustó Godzilla. Me encantaba ver como destruía media Tokio y a la siguiente película lo volvía a hacer. Tokio era una ciudad regenerable, perfecta para acunar peleas de titanes. Godzilla contra Mothra, contra Megalón, contra Rodan, contra Gamera, contra MechaGodzilla y por supuesto contra King-Kong (con dos finales: Kong vencía en la versión de USA, Godzilla en la japonesa). Ese monstruo/dinosaurio-marino/con rayo atómico me llenaba de una felicidad inimaginable. Ver como aplastaba a unos cuantos japoneses por accidente mientras esquivaba un relámpago mortal no tenía precio.

Cuando me mudé a Miami y me di cuenta que después de dos largos meses aún no tenía amigos, y que pasaba todas mis tardes viendo Reality Shows (uno más absurdo que el anterior), decidí entonces comprarme una mascota. Y mi pasión por Godzilla me hizo pensar que, si era cierto que no había nada comparable con él, al menos tenía un primo cercano que se le aproximaba y que podría obtener a un precio razonable. Entonces me puse las sandalias y empecé a caminar por todas las calles en busca de una iguana.

Después de mil vueltas llegué a una pequeña tienda especializada en reptiles exóticos. No quedaba muy lejos de mi casa, pero estaba bien escondida. Un hombre pelirrojo y barbudo me atendió enseguida. Tenía un fuerte acento sureño y le entendía la mitad de lo que me decía. Así que fui al grano y le pedí la iguana. El hombre enseguida me trajo un par, pero eran muy flacas, muy largas, muy rápidas. Muy “iguanas”. Le pregunté si conocía a Godzilla, y que quería una así. El hombre se quedó pensando y asintió un par de veces. Abrió una pequeña trampilla que había en el piso y se esfumó por varios minutos. Ya pensaba irme cuando apareció sujetando la iguana más enorme que jamás había visto. El hombre se tambaleaba por el peso y tuvo que colocarla en el piso. Era hermosa. Enorme, gorda, con una cresta tornasolada de punketo. Se llama Atila, me dijo el pelirrojo. Yo no podía quitarle los ojos de encima a la iguana. Era amor a primera vista. Mi Godzilla personal.

Como no podía cargarla le compré una correa de perro y me la llevé a mi apartamento caminando. O más bien arrastrando. Porque Atila era lenta, y hacía las cosas a su manera. Entre un par de tomadas de sol y un pedazo de piña que se encontró en el camino, en vez de los diez minutos que normalmente podría tardarme recorriendo esa distancia, fueron dos horas. Una vez en casa fui al baño y le llené la bañera con agua. Empujándola logré que se sumergiera. La mitad de la cola no cabía y se deslizaba a un costado de la bañera. Atila sacaba la cabeza para agarrar una bocanada de aire y se volvía a sumergir. Le tomé un par de fotos y las colgué en Facebook. Me fui a trabajar aunque no quería. Por mí, podría pasarme el resto de mi vida en ese baño. Viendo a Atila. Imaginando que mi bañera son los mares de Japón.

Regresé a la casa un poco más tarde porque el jefe se empeñó en hacer una reunión obligatoria para tasar los precios de la próxima mercancía. La voz del jefe se hacía espesa con cada palabra. No entendía nada. Me sentía Charlie Brown en medio de sus clases. Abrí la puerta del apartamento y vi a Atila reposando sobre mi cama. Las sábanas estaban empapadas y había un rastro de agua que venía del baño. Aproveché para tomarle un par de fotos y me acosté junto a él. Dormí profundo, con un olor salado que no me abandonó toda la noche.

Las semanas fueron pasando. Mi trabajo se hacía cada vez más insoportable, pero no podía dejarlo. Atila comía mucho. A veces llegaba a la casa y encontraba restos de plumas de algunas palomas que había cazado en mi ausencia. No podía imaginar cómo lo lograba, porque frente a mí se movía sólo lo necesario. Y a una velocidad de ancianato. Pero siempre encontraba los restos de plumas ensangrentadas sobre mi cama, y a Atila, enorme, durmiendo sobre ella. Llegué a pensar que mientras más comía más crecía. Y como ya dije, comía bastante. Por la mañana le dejaba un par de lechosas enteras de las cuales no dejaba rastros. Desde la cama, su cola ya tocaba el piso. Y yo ya no podía dormir junto a él, no cabía. Y tampoco podía moverlo. Por lo que empecé a dormir en el sofá. Atila cada vez se hacía más monstruo. Más Godzilla. Y yo, claro, era más feliz.

Un día, los perros y los gatos de los vecinos comenzaron a desaparecer. Llegaba a mi apartamento y encontraba restos de pelo sanguinolentos por todas partes. Incluso collares. Me di cuenta que, aunque frente a mí casi no se moviera, Atila en su soledad era otra cosa. Lo imaginé saliendo por el balcón apenas me iba a mi trabajo. Lo imaginé caminando por los muros del edificio y metiéndose en otros apartamentos en busca de mascotas. Lo que yo le daba de comer ya no era suficiente. Atila se estaba convirtiendo en un Godzilla de verdad. Y estaba causando caos en mi edificio, como si fuera Tokio. Pensé en llamar a un especialista que se encargara de sacarlo de mi apartamento. Sabía de granjas de reptiles donde un coloso así sería bien recibido. Pero eso me delataría, y tendría que responder ante los vecinos. Y además, yo en verdad no quería deshacerme de mi iguana. Yo lo amaba. Investigando en Internet descubrí que no había otro ejemplar con las dimensiones de Atila. Ninguna capaz de comerse a un Chihuahua. Y esto, aunque suene mal, me hacía más feliz. Yo tenía un ejemplar único. Lo más parecido a Godzilla, con vida, vivía conmigo.

Pero un fin de semana me desperté por un sonido extraño. Atila estaba rugiendo, o lo más parecido a un rugido que podría hacer un reptil. Daba vueltas alrededor de la cama, se retorcía. Nunca lo había visto así. Me acerque lo más que pude y ese fue mi error. Atila, al tenerme tan cerca, me tumbó de un coletazo. Pensé que se me había roto el esternón, no podía pararme del piso del dolor. Intentaba sujetarme de la cama para reincorporarme. Palmeando a tientas, me aferré como pude de las sábanas y logré medio montarme en el colchón. Atila me miraba directo a los ojos. Era una imagen terrible. Tuve miedo. Atila me dio una dentellada a una velocidad inverosímil y se escapó por la ventana con mi mano en la boca. El muñón empezó a salpicar todo de sangre. Pero yo estaba paralizado. No sabía si gritar o llorar. Gritar por el dolor, llorar por la felicidad al descubrir que, en el excavado colchón, habían más o menos una docena de huevos. Parecían toronjas blancas.